Tras varios fracasos tanto de taquilla como en la crítica, M. Night Shyamalan regresa a las fuentes con una película de bajo presupuesto que - por fin- lo acerca a sus orígenes. En una nota que leí hace unos días, se lo atacaba sobre todo por haberse dejado absorber por los grandes, enormes, presupuestos de los principales estudios de Hollywood en lugar de hacer lo que él sentía. El ejemplo más cercano y claro de esto es la destrozada After Earth (2013), de la cual aquí no tuvimos una tan mala impresión como casi todo el resto de la crítica especializada. Lo segundo con lo que estuve de acuerdo en esta nota fue en la afirmación de que el éxito de The Sixth Sense (1999) fue uno de los factores centrales en la repentina y lenta caída del director nacido en la India. Quedó instalada en la mente de todos los espectadores que ese era su estilo, que todas sus historias tenían que tener esa atmósfera, ese guión y - sobre todo- esos giros sobre el final que lo dejaban a uno boquiabierto. Lo cierto es que debido a esto, un filme sensacional como Unbreakable (2000) y otro bueno como The Village (2004) no fueron ni un éxito en la taquilla ni generaron mucho entusiasmo en la crítica. Luego de varios pasos fallidos en lo que refiere a entradas vendidas, el regreso de Shyamalan como productor y director - solo el primer episodio- de la serie Wayward Pines (2015) dejó en claro que a este talentoso director le quedan varias balas en el cargador. El anuncio de The Visit fue intrigante, pues tras muchos años, Shyamalan iba a filmar con poco presupuesto, un guión y producción enteramente propias e iba a explorar el universo del género de cámara en mano. Algunos levantaron la ceja, pues es sabido que este tipo de filmes ha agotado su potencial (salvo maravillas como las dos V/H/S) y que está en busca de un valiente que logre relanzarlo. Pero los adelantos y los posters promocionales fueron suficientes como para convencernos de que podíamos estar ante el resurgimiento definitivo de un muy talentoso profesional.
La historia es simple, sin demasiadas vueltas gracias a dios: Tyler (Ed Oxenbould, la revelación del año en una performance impresionante) y Becca (Olivia DeJonge, muy sólida como una chica valiente que trata de cuidar a su hermano a como de lugar) son dos hermanos que un buen día descubren que sus dos abuelos están vivos. Ambos contactan con su madre (Kathryn Hahn, rol completamente secundario, marginal en la trama aunque relevante para darle inicio a esta) por Internet y ella les explica que su relación con sus padres no fue la mejor, pues cuando era adolescente se escapó de la casa con su novio en ese entonces y embarazada de varios meses. Nunca más se hablaron, todo quedó en la oscuridad a pesar de algunos intentos de ellos de volver a conectarse, pero a pesar de esto no les prohíbe ir a pasar una semana con ellos. En ese tiempo, ella se irá a un crucero de lujo con su pareja para descansar un poco tras un año muy agitado en lo laboral, así que la invitación parece llegar en el mejor de los momentos.
Con su videograbadora - digital, ojo no es tan 90's aunque la estética diga lo contrario- los dos chicos llegan a la adorable casa de sus abuelos en las afueras de la ciudad. Su intención es filmar un documental acerca de la historia familiar y respetan a rajatabla los preceptos básicos a la hora de encarar un proyecto semejante. Se hacen entrevistas a ellos mismos, graban los alrededores, el interior de la casa, hacen una bitácora con sus experiencias diarias y tratan de convencer a los en un primer momento simpáticos y buena onda Nana (Deanna Dunagan, fantástica en su locura, el delirio macabro hecho persona) y Pop Pop (Peter McRobbie, el policía bueno de la pareja que de a poco va revelando su verdadera identidad). Se aclara que no son sus nombres reales - nunca los dan a conocer- sino los apodos con los que se suele llamar en Estados Unidos o cualquier otro lugar de habla inglesa a los abuelos.
Tras un muy buen primer día, hablan con su madre vía Skype y la despiden deseándole mucha suerte en el crucero. Cuando la noche comienza a caer, los abuelos son claros con las reglas: pueden comer todo lo que quieran, jugar por todos lados y no deben salir de sus cuartos a partir de las 21.30 en adelante. Becca rompe esta regla muy velozmente porque tiene hambre, yendo a la cocina unas horas más tarde del horario de dormir para buscar galletitas. Para su terror, se encuentra con Nana vomitando y haciendo ruidos extraños, algo que la hace regresar a máxima velocidad a su habitación. De aquí en más, todo comenzará a ponerse muy extraño debido a que esos dos simpáticos viejitos van a ir mostrando una cara muy diferente a la de las primeras horas de contacto. Con los ruidos nocturnos in crescendo y varios sucesos tan asquerosos como terroríficos, Tyler y Becca se asustan pero al mismo tiempo deciden tratar de llegar hasta el fondo de la cuestión. Lo que no saben es que su afán aventurero puede llegar a costarles bastante más de lo que en un principio imaginan.
El guión es inteligente, porque primero solventa algunas dudas con una explicación médica bastante racional en boca de Pop Pop. Pero de a poco el espectador se va dando cuenta de que con eso no alcanza, que hay algo extraño sucediendo en la casa y que no tiene ninguna relación aparente con cualquier cuestión estrictamente médica. Los días van pasando y la atmósfera pasa de ser agradable a tensa y oscura con varios momentos de terror puro y varios sobresaltos que todo fanático del género va a agradecer. Mientras más conocen a sus abuelos, mayor es la certeza de que algo extraño se esconde en esa casa. El guiño a Hansel y Gretel es bastante claro: los dos chicos perdidos en el medio de la nada, que ingresan felices a una casa hermosa y llena de cosas ricas que de a poco se va convirtiendo en la peor de sus pesadillas. Un show conducido por los dueños de casa, que se van desenvolviendo como personas tan extrañas que infligen miedo y desesperación en sus dos nietos.
El suspenso está muy bien llevado y los sustos a los que el director nos somete son efectivos y están muy bien dosificados. La ausencia total de banda sonora - regla central del género- logra que el ambiente se tense al máximo y que todo fluya al ritmo justo y necesario. Los clichés de la cámara en mano no son eludidos por Shyamalan, pero como primera incursión dentro de este género hay que decir que no está para nada mal pues logra usar varios de ellos a su favor, introduciéndolos como un paso de comedia en medio de la trama.
La idea de que los dos protagonistas hagan un documental es interesante, porque sirve para que de a ratos puedan salir un poco de la vivencia cotidiana en la casa e introducirse en cuestiones personales que al ser indagadas abren muchas puertas. En el guión hay varias menciones a clásicos contemporáneos del terror pero no hay excesos en ese aspecto. El guión está muy bien escrito y pensado, porque comienza por la previsibilidad absoluta y empieza a decantar en cuestiones bastante más terrenales como el desarraigo, la vejez, la locura, en fin, la condición humana y todas las complejidades que esta trae durante ese período que llamamos vida.
El cierre de The Visit es fantástico, con una escena a pura adrenalina en la que aparece por única vez la música en el fondo. La delgada línea que divide a lo real de lo sobrenatural es transitada con éxito por un revitalizado M. Night Shyamalan, aún tras una conclusión bastante sangrienta. El mensaje del final, presente en esa escena que queda separada del resto del filme, funciona como una especie de moraleja que no puede evitar el cliché. Pero para sorpresa de muchos, este cliché no desentona porque es lo que le permite a la historia cerrar de forma perfecta. Señoras y señores, terminemos con el mensaje más importante de The Visit: Shyamalan está de regreso y, esperemos, sea para quedarse de una vez por todas.
Puntaje: 8/10